«Aquí, en las pendientes, frente a la puesta del sol y la boca del tiempo, cerca de jardines desbordados de balas, hacemos lo que hacen los prisioneros, lo que hacen los desempleados: cultivamos la esperanza». Mahmud Darwish.
Me gusta mucho que durmamos todos juntos en la misma habitación. Bueno, todos, no. Falta mi hermano mayor, que se ha ido de viaje de estudios a Egipto. Lo llevó mi tío. Igual, para cuando vuelva, ya no hace falta que sigamos jugando.
Lo cierto es que no estamos mal desde que nos fuimos de casa. Echo de menos ir a la escuela y jugar con mis amigos en el recreo y que me pongan tareas nuevas. Pero ahora juego mucho con papá, sobre todo por las mañanas, cuando vamos a buscar la comida y mamá se queda con mi hermana pequeña en el campamento.
Los juegos comienzan siempre cuando dejamos atrás el campamento y subimos al monte en el que dejamos atrás nuestra última casa. Los que más me gustan son los de buscar paja para el burro, parece una tontería pero es superimportante porque está flaquito y a veces tenemos que parar a descansar bajo las piedras. También jugamos a escondernos de los soldados y nos tiramos al suelo. Pero el mejor juego de todos es el de los paquetes blancos, porque el premio siempre es comer comida rica. A veces tiene un poco de tierra, pero bueno… ¡Ah!, se me olvidaba, también me gusta cuando papá me da el teléfono roto que funciona para hablar con mi hermano que me puede escuchar pero a él no se le oye.
Oye, hermano, no tardes en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá. Nos vemos en Gaza.
El corazón del hombre es un abismo. Aleksandr Pushkin.
Cerró la bandeja de entrada de Instagram y dejó el mensaje en borradores. Salían imágenes de Ámbar Torres posando frente a un espejo y tomándose un café con leche de avena, sonriendo, como si nada pudiera afectarle. En el pie de la foto: «Hazlo por ti. Siempre por ti». Tras abrir y cerrar varias veces los DMs, decidió darle a enviar: «Mira, creo que estás siendo un poco pesado. Lo mejor es que dejemos esto ya de una vez por todas. Yo solo quería entretenerme un poco ahora y no estoy buscando nada serio. Que te vaya bien». Después de escribir ese mensaje, bloquear al contacto y cerrar el móvil, Isabel levantó la cabeza para cruzar su mirada una última vez con aquel chico que estaba en la otra punta de la clase antes de que tocara el timbre que ponía fin a la clase de Derecho Penal.
Antes de entrar en la cafetería con sus amigas, pasó por el baño. Se observó unos segundos en el espejo, repasando las impresiones que pudo haber causado en ese cruce de miradas y en si no la habría estado mirando porque tenía la cara hecha un cuadro. Lo de siempre: ni satisfecha ni decepcionada. Las luces LED del techo del baño comenzaban a flaquear y contemplaba su rostro de forma intermitente. Su mirada asomaba entre fogonazos, interrumpida por los instantes de oscuridad que parecían revelar desde lo más profundo del abismo el grosor de un personaje aún por descubrir, incluso para ella misma. Se rehízo el peinado: moño alto y bien apretado con su cinta negra. La raya del ojo seguía firme. No se pintó los labios. Ahora tocaba desayunar y charla con las chicas.
— Vaya peñazo de Derecho Penal. No sé cómo voy a aprobar esta asignatura esta cuatri.
— ¿Vamos a ir este jueves a la fiesta que organizan los de la residencia en aquel pub?
— ¿Sabéis si van más de la clase?
— ¿Quién te interesa ya, pillina?
— … ¿por qué tiene que interesarme nadie?
— ¡Venga, si ya nos has dicho que te lanzas miraditas con el del pelito y las barbas!
— ¿Pero no seguías hablando con el tío random ese con el que te liaste hace dos semanas?
— Acabo de decirle que ya no pienso hablar más con él. Era muy raro. Si me lie con él tan solo porque iba pedo. Decía cosas muy raras y era muy pesado…
— Pues a mí me parecía mono. Tenía su punto.
— Para ti todos tienen su punto.
— (Suena el teléfono). Me llama mi padre.
Abrió el bolso y sacó el monedero; al abrirlo, vertió sobre su mano un surtido variado de monedas, cada una con sus distintas afecciones: una con moho verde, otra ennegrecida y otras simplemente desgastadas. Si uno se para a pensarlo, las monedas pasan de una vida a otra como las ideas: les dan un valor, un significado y después se esfuman. Entran y salen continuamente. Nunca sabe uno qué moneda es la que transformará cualitativamente la existencia de uno. Isabel las recogió una a una, sin prisa, mientras escuchaba al padre.
—… Sí, ya he acabado y voy para casa. Cuando llegue hablamos —contó por encima y se dio cuenta de que no le llegaba—. Chicas, me tengo que ir. Mi padre quiere hablar conmigo. Me pagáis vosotras, ¿vale? Que no me quiero entretener ahora para pagar con la tarjeta. Chao, chao. Muá. Después hablamos.
Leer a Bolaño sigue siendo urgente. Bolaño habría cumplido 72 años el pasado 28 de abril. Me gustaría ver cómo se sigue riendo de todo el panorama. En un tiempo donde ya nadie habla ni se siente un escritor de tercera, donde el ruido digital tiende a disolver toda autenticidad, volver a Llamadas telefónicas (1997) es un recordatorio de que la literatura aún debe ser incómoda, socarrona y profundamente personal.
Publicado en 1997, Llamadas telefónicas fue el primer libro de cuentos de Roberto Bolaño. La obra se compone de catorce relatos agrupados en tres secciones: “Llamadas telefónicas”, “Detectives” y “Vida de Anne Moore”. En ellos ya se perciben los temas que marcarán toda su literatura: la precariedad del escritor, la violencia soterrada, la melancolía del fracaso y el constante juego entre realidad y ficción.
Desde el tono íntimo de «Sensini» hasta el extrañamiento de «William Burns», pasando por el humor oscuro de «Una aventura literaria» y la ambigüedad emocional de «Llamadas telefónicas», Bolaño explora múltiples registros y perspectivas, dejando claro que lo suyo no es la solemnidad, sino la apuesta vital de quien escribe con una mezcla de ironía, lucidez y entrega. Leer esta obra hoy no es solo revisitar sus orígenes, sino entender por qué sigue siendo una voz indispensable.
Bolaño no escribía para complacer, sino para sembrar dudas, para incomodar y para reírse —las más de las veces a carcajadas— del absurdo de todo esto. Porque eso es la literatura para él: un juego muy serio, pero también muy divertido. Llamadas telefónicas nos habla de la escritura como apuesta radical. El escritor que se toma demasiado en serio la literatura corre el riesgo de volverse ridículo, y sin embargo, hay que abrazar también esa parte. No renegar del patetismo, sino echarle el brazo por encima y caminar con él.
En «Sensini», uno de los cuentos más entrañables y magistrales del volumen, aparece un Bolaño socarrón, lúcido, que proyecta sus propios temores en un personaje que podría ser él mismo en unos años. La denuncia a la precariedad del autor es clara y, aunque la correspondencia en papel ha sido sustituida por «likes» y algoritmos, el fondo no ha cambiado tanto. Bolaño lo sabía: cambiar un título —una etiqueta, una pose— puede dar lugar a otro relato completamente distinto. Y eso lo convierte en un autor urgente. Porque nos recuerda que escribir no es solo contar, sino también apostar, fallar y reírse con inteligencia de todo el tinglado.
El narrador no fiable atraviesa todos y cada uno de estos cuentos para contemplar el oficio del escritor en diferentes situaciones. Sí, porque este es un libro para escritores. Si me apuran, es un libro de formación intensiva para escritores. El juego no es menor, Bolaño nos interpela y nos aprieta: ¿cumple algún rol fundamental en la sociedad un escritor de tercera? A priori la respuesta es tan clara como la carcajada. Sin embargo, tras el eco de la respuesta y vuelto el semblante a su actitud inquisidora, aún nos quedan unas cuantas preguntas que hacernos. Bolaño, más que responderlas, trata de formularlas en «Henri Simon Leprince», ambientando la ficción en, nada más y nada menos, que la II Guerra Mundial. No podría haber escritores de primera si no hubiera escritores de tercera. De hecho, todos los escritores son de tercera y es la sociedad la que provisionalmente les permite ser de primera para lanzar los mensajes que desea oír.
En «Enrique Martín», dedicada a Vila-Matas, vemos un ejercicio kafkiano en el que se parodia la vida del escritor y la amistad entre estos y se fabula constantemente hasta perderle el sentido: idas y venidas, desapariciones fugaces y deconstrucciones que le pierden tanto el sentido a la realidad que terminan por encontrarla con una lucidez pasmosa.
Así que aquí seguimos, los escritores de tercera, leyendo tarde, aprendiendo despacio, perdiendo concursos y releyendo cuentos que ya nadie comenta. Y aun así —o precisamente por eso— seguimos escribiendo. Porque, como Bolaño nos recuerda en cada página, la literatura no es un podio, sino una trinchera; no un escaparate, sino un eco que se cuela por las rendijas cuando todo lo demás calla.
«La pobreza no es un pecado, pero la miseria sí lo es». — Crimen y castigo, Dostoievski.
Nos gustaba el ático porque, aparte de ser espacioso, respetaba el aire castellano del lugar. La construcción no debía de ser tan antigua como los muebles, que seguramente habían sido reutilizados de casas de los antepasados de los propietarios. La distribución era muy simple, un salón diáfano con un gran mueble a la izquierda de la entrada en la que se encontraba una vieja tele —de estas que los propietarios no saben qué hacer con ellas y las ponen en el piso de alquiler y así las reutilizan— con el sofá y, más atrás, una mesa de madera con cuatro sillas. A la izquierda del salón había una barra que separaba la cocina del salón y, completamente al fondo, dos habitaciones y un baño. Por ambos lados, el ático tenía dos amplias terrazas con las que se podía ver, de un lado, la gran llanura manchega y, de otro, el pequeño monte en el que se encontraban los molinos.
Al piso llegué yo antes que Lorena. Me acomodé, cómo no, en la habitación más amplia. Me gusta pensar que escogí ese ático porque desde su terraza podía contemplar los molinos, pero lo cierto es que lo cogí porque fue el primero que vi y, además, era económico. Mi padre me dejó su viejo Renault Mégane para poder llegar hasta allí. Llevé apenas una maleta y dos bolsos porque tan solo tenía el fin de semana para buscarme la vida antes de comenzar a trabajar.
Cuando llegué al pueblo, me hospedé en un hostal de mala muerte que olía a rancio y pretendía ambientar una posada medieval, decorada con estandartes y símbolos que vanagloriaban al país y su bandera. Cobraban un ojo de la cara, pero era lo más barato que había en la zona.
El piso lo encontré en un papel colgado en el corcho del instituto. Llamé al número que aparecía y me contestó una mujer de mediana edad con un tono bastante alegre: el bloque era familiar, el abuelo había construido un edificio de tres pisos con la intención de que todos sus descendientes lo habitaran, pero, salvo uno, todos se habían marchado a la capital. En el bloque tan solo vivía uno de los hijos, al que nunca vi, y la madre, justo debajo de nosotros. Tampoco llegué a conocer a Marimar: quien me abrió y me enseñó la casa fue su madre, una viuda huraña que, aunque accedió a alquilármela, dejó claro por su forma de comportarse que aquella seguía siendo su casa: entraba sin llamar, con su propia llave, y se llevaba y traía cosas cada vez que le daba la gana, tan solo avisaba golpeando la puerta antes de entrar. Por supuesto, no firmé ningún tipo de contrato; el pago se hacía en efectivo. Mi hermana me tuvo que dejar dinero para poder pagarlo.
Cada vez que ella traía o llevaba algo, yo inspeccionaba los rincones de la casa, abría baúles y armarios por curiosidad o, en realidad, no sabía muy bien por qué. Era como si buscara algo que había perdido, pero lo único que encontraba era la sensación de que esa casa estaba habitada por sus legítimos dueños y que yo no era más que un intruso.
Desde el principio, el ático poseía un silencio inquietante, aunque cuando llegué era casi imperceptible. Pensé que sería cosa mía, por los cambios. Para festejar el nuevo comienzo, empecé a abrir una cerveza por las noches. Pronto fueron dos. El silencio envolvía la casa y yo combatía contra él poniendo de fondo aquella vieja tele a un volumen moderado, mientras calmaba mis sentidos con la espuma de la cerveza.
Aparte de eso, los primeros días transcurrieron con normalidad. Me llegó una notificación al móvil: una tal Lorena se incorporaba también al instituto y buscaba piso. Era su primer trabajo; estábamos en la misma situación. Mantuvimos una conversación por escrito. Sentí que le hablaba como si lo hiciera al propio ático: no quería espantarla, y me excedí en lo cortés y respetuoso. Temí que eso la ahuyentara, pero su sí fue rotundo y casi inmediato. Llegó acompañada de sus padres, soltaron las maletas y se marcharon enseguida.
Las primeras noches fueron de incontinencia verbal. Las palabras se desparramaban, enérgicas, por todos los rincones. Como jóvenes, conseguimos arrinconar aquel silencio, que resistía agazapado en los picos de las esquinas. Durante las primeras semanas, el equilibrio parecía estable: entre salidas nocturnas y risas, vencíamos a la soledad.
Pero poco a poco, la casa —o el silencio— fue recuperando su lugar. Aprovechó nuestra confianza, nuestra fragilidad, y regresó. Mi vulnerabilidad en la noche comenzó a aflorar a causa de la extrañeza, que se mostraba sobre todo al despertar, pues, por momentos, dejaba de saber quién era y qué hacía allí. Un pequeño temor se albergó en mi interior y parecía que poco a poco se iba enraizando en las partes con menor importancia de mi interior, pero se asentaba con fuerza.
El malestar aparecía por las noches, justo a la hora de dormir. Al principio, los tragos me aliviaban y me hacían no sentir ningún problema, sin embargo, llegó un momento en el que dejaron de cumplir su función sedante. Daba vueltas a la cama sin parar y un pequeño calor recorría mi cuerpo hasta llegar a mi cabeza. Me preocupaba despertar a Lorena o la casera, que ya desde los primeros días dejó bien claro que no quería el volumen de la televisión alta por la noche porque se acostaba pronto y era de sueño ligero, así que daba vueltas sin parar. Las primeras noches el calor desembocaba en un pequeño sudor que se iniciaba en la espalda y recorría todo el cuerpo hasta llegar a la frente. En las sucesivas noches fue aumentando, cada mañana me despertaba más cansado y la fatiga acumulada me hacía que cada noche fuera peor. Para tratar de paliar el malestar, cada noche daba un trago más.
Comencé a dar esos tragos en medio de la noche, una vez que Lorena se iba a la cama y cerraba la puerta de su habitación. A veces se demoraba más de lo necesario. Hacía como que me iba a dormir para ver si ella se iba, pero no. Una noche, comencé a estar desesperado para que ella se fuera. Producto de la tensión, mis ojos se abrían cada vez más. De pronto, la sensación de que una presencia pesaba en el ambiente escrutando cada centímetro de mi cuerpo, me sobresaltó de la cama. Me puse a deambular por la habitación, de una esquina a otra, impaciente, esperando a que Lorena se fuera de una vez a la cama. No sabía qué hacer. En la mesilla había un ejemplar antiguo, totalmente deteriorado, del Quijote. Abrí una página al azar y leí: El miedo tiene muchos ojos y ve cosas que no existen. Volví a la cama. Aquella noche conseguí conciliar el sueño con muchas dificultades, pero sin haber dado un solo trago.
Por las mañanas Lorena y yo íbamos juntos al trabajo en mi coche, ella no conducía. A veces nos cruzábamos con la vieja, que entraba, tan temprano, de alguna parte. A veces nos daba los buenos días y otros ni nos miraba.
—Qué mujer más rara—decía Lorena cada vez que nos cruzábamos con ella.
Lo que más me llamaba la atención de ella era el olor que desprendía, una mezcla de sudor, tierra, comida de olla y almizcle. No era un olor muy distinto al de nuestro piso.
Las noches que Lorena no se iba a la cama, yo amagaba con irme para ver si por acto reflejo también se iba. Sin embargo, parecía conocer mis intenciones de beber y no accedía aunque yo me fuera y cerrara la puerta de la habitación. Me acostaba en la cama. Me levantaba. Merodeaba de una parte a otra de la habitación sin parar y llegaba a esperar durante horas. A veces simulaba tener ganas de ir al baño para ver qué estaba haciendo. Hablaba con su novio por teléfono y hasta le daba por ponerse películas con el portátil en el salón.
A veces, guardaba cerveza debajo de la cama, pero me sentía mal por ello. Además, estaba asquerosa. Tan solo era capaz de esconder una o dos y con eso no bastaba. Me subía por las paredes, sobre todo cuando sentía esa tensión en el ambiente que me agrandaba los ojos. En una de esas noches, comencé con la que ya se estaba comenzando a convertir en una rutina para la higiene del sueño. Llevaba exactamente una hora y cuarenta y tres minutos y era la cuarta vez que me levantaba. Cansado de caminar a oscuras por la habitación, decidí encender la luz aunque esto pudiera despertar las sospechas de Lorena. Abrí el Quijote, lo hojeaba sin parar, pero no conseguía concentrarme: «No hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no consuma» (…) «Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias» (…) «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible».
Cerré el libro y seguí dando vueltas a la habitación. Cabizbajo, comencé a mirar el suelo y me dio por contar baldosas para hacer tiempo. Me puse de rodillas y acerqué mi cabeza hacia algo que me llamó la atención: observé que había un pequeño agujero, minúsculo, que estaba en el suelo, en la junta entre dos baldosines, disimulado entre los oscuros salpicados de su forma. Parecía lo suficientemente pequeño como para que no atravesase la luz de un tabique a otro, pero lo suficientemente grande para poder observar desde él. Mi paranoia comenzó a desatarse, una especie de fuego comenzó a recorrer mi cuerpo. Apagué la luz. Me tumbé en la cama. Tenía el pelo empapado y la almohada chorreando. No quería pensar en ninguna de las ideas que comenzaban a sobrevolar mi cabeza. Di vueltas sin parar en la cama.
Del esfuerzo que realizó mi cuerpo, esa noche me quedé en una especie de duermevela. Me desperté en medio de la madrugada, salí y vi que debía ser muy tarde. Todo estaba a oscuras y parecía que Lorena llevaba varias horas durmiendo. Fui hacia el baño y, de pronto, escuché a alguien chistar. Primero pensé que sería un ruido que provendría del exterior o que, probablemente, yo mismo me habría chocado con algo por ir a oscuras, tambaleándome, por la casa. Me quedé totalmente quieto para focalizar de dónde provenía el ruido. No escuché nada. Continué dando pasos y de pronto escuché a alguien susurrar mi nombre. No había duda, provenía de su puerta. Acerqué mi oído y, con el mismo nivel de voz, respondí:
—¿Sí? Lorena, ¿eres tú?
—¿No tienes esa extraña sensación por las noches que no te deja dormir?
Respondí rápidamente, como si durante todo este tiempo hubiera estado esperando que me hiciera esa pregunta:
—Sí, ¿tú también la sientes?
Me quedé un rato esperando. Pegué el oído a la puerta. Durante unos segundos continuó el silencio. Nada. Solo se escuchó un leve crujido, como si alguien retrocediera al otro lado.
Estimado Compilador Supremo de los escritores del No:
Escribo a esta dirección de correo sin que nadie me haya proporcionado su contacto y estando plenamente convencido de que se trata de Ud.
Lo lógico sería que dedicara estás líneas a presentarme. Sin embargo, he decidido no hacerlo. Y es que, verá, resulta que no soy nadie. No estoy seguro siquiera de que exista. Podría ser escritor o, mejor aún, un Bartleby. En este caso, de los mejores, pues nadie sabe de mi existencia. O, algo que sería ya insuperable, quizá me esté creando a medida que escribo estas líneas… ¿yo a mí mismo o Ud. es el que lo está haciendo a medida que me lee? —dichoso pronombre átono—. Puede que exista desde hace, aproximadamente, catorce años, no lo sé. En caso de que Ud. me esté creando, puede que sea una especia de fantasmagoría que proviene de Ud. y, por lo tanto, puede que sea Ud. mismo.
Sea como fuere, existe un impulso vital en mi interior que me exige proponerle mantener una especie de correspondencia que nos lleve por senderos inescrutables. Quizá esta carta no sea más que un síntoma. He empezado a sospechar que padezco una dolencia incurable: la literatura. Sí, la literatura como enfermedad. No como vocación, ni como afición, ni siquiera como condena, sino como fiebre que me obliga a escribirle sin conocerle y a dirigirme a usted como si fuera parte de mi imaginario clínico. Tal vez no necesite una respuesta, sino un diagnóstico.
¿Sería la primera vez que mantiene una relación con un ente ficticio?, ¿será este el culmen de una carrera dedicada a destrozar a martillazos las barreras que separan la realidad de la ficción?
Iba a decir que espero obtener una respuesta suya, pero lo más probable es que este mensaje tan solo sea una pequeña bruma, algo que levemente irrumpe para desaparecer sin hacer ningún tipo de ruido.
Pensándolo bien, no podría ser de otra forma, pues no soy más que una narración ajena destinada a no poseer ningún destinatario. Tan solo existo en la medida en la que soy un observador de escribientes que no ha sido percibido por nada ni nadie.
Me invocan para que les escriba desde esa esperanza infinita castigada a la que me enviaron por ateo. Por suerte, no acabé en el cielo… ¿Eso es lo que les gustaría leer, horda de juntaletras con predilección por lo abyecto? Mis sospechas vitales fueron corroboradas, ni el cielo ni el infierno existen. Esos asuntos no son más que entretengas terrenales para agnósticos temerosos o curiosos de teología.
¿Cómo han conseguido contactar conmigo entonces? Pues, hasta un reloj averiado da bien la hora dos veces al día. Si han leído Uds. mi obra, lo cual doy por sentado y es por ello por lo que me invocaron, también acerté en otra de mis sospechas, la existencia del Aleph. Así lo nombré al menos… aunque, lo cierto es que no tiene nombre. Nada de lo que hay aquí puede encerrarse en esos crípticos códigos humanos que ahora empleo para que me entendáis. Funes el Memorioso aquí se encuentra a gusto y se ríe de lo que ahora diagnostican como TOC en vuestro exiguo presente.
Se encuentran afanados por saber qué opino del mundo actual en el que viven y por cómo veo la evolución de la literatura. Es difícil volver a ejercer inquisiciones sobre obras desde aquí…para que se hagan una idea, Pierre Menard consiguió escribir al completo el Quijote, aunque también lo puede hacer un mono con una máquina de escribir.
Sigo siendo ciego, pero no importa…aquí la literatura no necesita ser percibida por ningún sentido humano. Ahora me doy cuenta de que estar ciego en vida fue un acierto, pues, una vez la percibido aquí, no hay nada más limitante que los sentidos para escribir literatura en cualquiera de sus formas… hacen bien Uds. si se encierran en las lecturas del siempre: Dante, Shakespeare y Cervantes, no necesitan nada más.
Ya saben que del mundo no me gustó opinar mucho, ni de política ni de historia. Es más, cada vez que lo hice, me arrepentí acto seguido de mis opiniones. Desde aquí puedo recordar esa cita mal atribuida a Harry el Sucio: “Las opiniones son como los culos. Todo el mundo tiene una”. De todos modos, me puedo limitar a repetir palabra por palabra todo lo que ya dije en el informe de Brodie: al igual que los Yahoos, siguen empleando la violencia primitiva, viven una barbarie disfrazada de civilización y la moral no puede ser más relativa. El orden social de todos Uds. está marcado por la crueldad y el sentido de la supervivencia. No es el mundo un buen lugar para la literatura.
La realidad que Uds. viven desde aquí se presencia como una pesadilla, envuelven el pasado y el futuro con una oscuridad aplastante donde la posibilidad de un mundo mejor es fina, como un rayo de luz. Podría resolverles el misterio de cómo acabará esto, no porque mis sospechas acerca de la humanidad siempre fueron ciertas —que también—, sino porque me encuentro en el Aleph, pero les dejaré a Uds. vivir con la incertidumbre de lo que ocurrirá mañana, pues el Aleph no niega el misterio, lo contiene, como esta carta, que siempre estuvo escrita.
Pobre fue mi padre, muy pobre, y el padre de mi padre y pobre soy yo.
MANUEL VILAS
(Rescato otro texto escrito en 2020)
Nos damos cuenta del valor de nuestra experiencia cuando nos hacemos conscientes de que el tiempo ha pasado. Y vaya si han pasado cosas en este dos mil veinte. Más de cien días confinados, y en realidad, no podemos decir que se hayan ido rápidamente, ¿o sí?,¿cuándo pasa el tiempo más rápido, cuando hacemos cosas sin parar o cuando no hemos hecho nada y nos hemos dado cuenta de todo el tiempo que hemos perdido?
Este año para mí ha sido frenético. Mi vida ha dado más vuelcos en estos meses que en los últimos cuatro años. Me ha dado tiempo para todo, sobre todo para hacer lo que más me gusta: nada. Pero con esto del confinamiento también me ha dado para leer muchos de los libros que compré y para los que nunca encontré tiempo de leer —no precisamente porque no lo tuviera, insisto, simplemente soy una suerte de Oblómov de la clase obrera, un Bartleby, un hijo más del precariado—. ¿Quién nos iba a decir a los compradores compulsivos de libros, creadores de montañas de celulosa, adoradores de los templos de ácaros, que nos estábamos preparando para una pandemia?
De entre los libros que he estado leyendo, uno de ellos ha sido Desde mi celda, de Bécquer. Lo compré en el Rastro de Madrid por dos cincuenta —aún conserva la etiqueta con su precio escrito a mano sobre su portada harapienta de 1989—; no recuerdo bien cuándo decidí que tenía que comprarlo, creo que en alguna clase de la universidad. El título, acorde con la situación, me sedujo—de oferta cultural variopinta no nos podemos quejar de creaciones acordes, también fueron propias: Búnker, El Hoyo, La trinchera infinita, etc.—. Me gustó al comienzo su prosa cercana, ignoraba ese estilo tan personal de Bécquer. Lo cierto es que me encanta cualquier prosa sin objetivos exigentes, esa literatura periférica que crea la sensación de que un autor te trata de «tú a tú», relajando un poco los exigentes criterios estéticos que imponen la novela o la poesía: me gusta pensar que el autor, al escribir de esa manera, se ha dicho a sí mismo: «bueno, vamos a relajarnos»; es lo suyo, pensar que nos estamos sentando en la terraza de un bar a echar una caña o un café y un cigarro mientras conversamos sobre los pormenores más triviales; de esos pretextos siempre surgen las mejores reflexiones. Es más, para la gente corriente no puede ser de otra manera, a las grandes reflexiones se llega a través de nimiedades —entre otras cosas porque nunca nos sucede nada—, aunque después se revistan de cuestiones o hazañas encomiables.
El caso es que esta vez no pude quedar con Bécquer en una terraza, sino que tuvo que ser en un tanatorio. Recientemente murió mi abuela. Afortunadamente, aun en era COVID, todo transcurrió como en la vieja normalidad —disculpad el chascarrillo de tan mal gusto, pero tenía que hacer constar la tan horrenda expresión—; al final pudimos despedirla todos los familiares sin mayor problema que el de unas engorrosas mascarillas. Qué triste hubiera sido, sobre todo para sus hijos, tener que haberse enfrentado a esos últimos días de la forma tan solitaria e inhumana que se exigió durante el confinamiento. Sinceramente, tal medida se tomó con una falta de juicio total. No quiero ni imaginarme el drama por el que han debido de pasar tantas familias que hayan tenido que vérselas a solas con sus muertos, o lo que es peor: recluidos en su casa mientras otro familiar lo hacía, pensando en qué estará siendo de los restos de su ser querido a lo largo del velatorio. Privar de ese rito ancestral e inherente a la humanidad fue una irracionalidad y dudo mucho que salvaguardara la salud pública.
Pero bueno, no nos descentremos: el caso es que allí que me las vi con Gustavo Adolfo, leyendo sus cartas en busca de alguna distracción para no tener que enfrentarme demasiado a aquella estampa: mi padre y sus hermanos, por primera vez huérfanos sobre la faz de la tierra y sin haber podido dormir nada en la última semana. Me escabullí como pude de tanto pésame protocolario y tanta desconsideración —también esta ceremoniosa y necesaria— por parte de parientes y cercanos a la familia, y me acomodé como buenamente pude a leer esa serie de misivas que redactó para El Contemporáneo. Me gustaron las reflexiones sobre sus viajes en tren a Veruela —en realidad fue lo único—; me resultó curioso el estupor que le provocaba cómo llegados a ese punto de la historia aún había pueblerinos asombrados con el fenómeno de la locomotora. Tiene gracia que un extremeño tenga que leer eso en pleno dos mil veinte, ¿tan rápido pasa el tiempo?, ¿tantas cosas hemos hecho?, ¿o acaso no hemos hecho nada y nos hemos dado cuenta de todo el tiempo perdido? Rescato unas líneas acerca de su concepción del progreso:
A medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas.
La lectura de Béquer la acompañé, de forma intermitente, con conversaciones con mi padre. Es inevitable, cuando alguien muere, hablar de tiempos pasados en los que esa persona estaba y acabar reflexionando sobre la existencia, aunque sea con frases trilladas que acaban pareciendo no significar nada, al menos en esos momentos. Sin importar mucho cómo, acabamos hablando de la infancia de mi padre, de cómo se crío en un hogar sin luz ni baño y sobre su alimentación, o, mejor dicho, sobre su hambre. Como no tuvo luz, no tuvo nevera, ni bombillas, ni televisor ni tantas otras cosas que para alguien de mi generación son impensables. Solo tenía un juego de ropa llena de remiendos que se turnaba con los hermanos para ir al colegio, la rutina de irse dormir cuando se ponía el sol y solo podía comer carne según durara la matanza —prácticamente no sabían qué era el pescado—; se alimentaba mayormente de lo que mi abuelo podía recoger en la hora que tenía para el almuerzo en medio de unas jornadas que duraban de sol a sol. De mi abuelo mi padre me contó que le llamaba «viejo», me aseguró que tenía un aspecto más deteriorado a sus cuarenta —edad en la que falleció— que la de mi padre a sus sesenta y cinco. De toda una vida desnutrido, alcoholizado —forzosamente, ya que esas generaciones que labraron las tierras tenían que encontrar alguna forma de sobrellevar tanto física como psicológicamente las duras e interminables jornadas— y con trabajos forzados, o lo que viene a ser lo mismo, no se podía tener mejor aspecto. Y sin embargo todo esto no es nada, si nos remontamos a una generación más atrás, mi padre me cuenta que sus abuelos maternos vivían en una choza con paredes de adobe: si estar sin luz es inimaginable, haz otro esfuerzo para imaginarte tu vida sin agua, sin que lo que llamas cama apenas se diferencia del suelo. Ambos murieron, suponen de tuberculosis, a una edad muy temprana, dejando a mi abuela y sus hermanas huérfanas a una pronta edad. Qué sabría Extremadura de la penicilina (1928) o de La Canadiense (1929) por aquellos tiempos.
Tras charlar sobre todas esas cuestiones, me cuesta volver a centrarme en la lectura de Bécquer. Pienso en cómo converso con Bécquer y nos tratamos de tú a tú, 157 años después de haber escrito Desde mi Celda. Pienso en qué estarían haciendo mis antepasados mientras Bécquer escribía estas líneas que ahora leo, a qué conclusiones llegarían. Pienso también en cuando fui el otro día a recoger a un amigo que venía de Madrid a la estación de tren —en mi pueblo no hace parada— y en que vino en tal medio porque no le quedó más remedio debido al COVID —nadie coge un tren en Extremadura a menos que quieras tener turismo de aventura—. Y pienso también en cómo esperé a ver, cuando mi amigo se bajó del tren, cómo volvía a emprender su viaje el tren. Qué sabremos nosotros.
«Otro generador de vejez es el hábito: el mortífero proceso de hacer lo mismo de la misma manera a la misma hora día tras día, primero por negligencia, luego por inclinación, y al final por inercia o cobardía.» Edith Wharton.
Rescato aquí la que fue la primera entrada de un blog que inicié en junio de 2020:
Inauguro este blog desde el viejo escritorio de mi casa, no sé muy bien por qué. Supongo que para escribir algo, por salir de vez en cuando de la rutina: a rachas de opositor, otras de doctorando o incluso de profesor; resulta curioso echar la vista atrás y ver cómo nos embarcamos en un sinfín de proyectos en los que vamos dejando algo de nosotros en cada uno de ellos, fragmentando nuestra identidad hasta componer un deforme lienzo. La línea de la vida avanza y arrasa con todo, solapamos una tarea con otra, seguimos adelante sin saber cómo, improvisamos una y otra vez y no tenemos tiempo para pararnos a pensar tan siquiera cómo hemos llegado hasta ese punto, pero ahí vamos: poniendo unas actividades en pausa, retomando otras, comenzando estas, finalizando aquellas… estamos constantemente en movimiento, naufragando, dispersando nuestra identidad como pecios a la deriva, sabiendo que todo aquello que hacemos nunca va a volver y convirtiéndonos en algo cada vez más disperso y desconfigurado. ¿Opositor, doctorando, docente?, ¿cuándo me ha ocurrido todo esto? Y lo peor de todo: no me queda más remedio que seguir y convertirme de forma impostada en algunas de esas cosas, estrafalarias máscaras de mi verdadero rostro: el de un holgazán. Afortunadamente solo son eso: rachas.
Tanto tiempo lleva ya uno devorando libros, manuales, temas, artículos, estudios, reseñas, tesis, resúmenes… textos, simplemente textos —words, only words— que, al final, tras tanto empacho, uno tiene que expeler de algún modo. El caso es que, ahora que lo pienso, todos estos proyectos los he llevado acabo desde mi viejo escritorio. Nunca había reparado en ello. Y mira que es raro, con lo rápido que va todo en estos tiempos en los que todo es de usar y tirar. Todo ha cambiado en mi vida, idas y venidas constantes de aquí para allá, gente entrando y saliendo por numerosas puertas: Sevilla, Cáceres, Madrid… Mismamente esta ventana por la que ahora miro y de la que forman parte esta mosquitera mal colocada y estos geranios y por la que si me incorporo observo el huertecillo con el que tanto esmero cultiva mi padre, cada día más viejo. Todo ha cambiado, todo, pero no mi viejo escritorio.
Inauguro este blog como tantos otros proyectos similares que siempre he acabado abandonando. «Quizá este sea el bueno», me digo siempre. Pero claro, uno no es tonto y ya, cuando es el vigésimo tercer proyecto que trunca, se va dando cuenta de que es posible que este tampoco salga a flote. Es pensar esto y oír desde el fondo del trastero: «No lo será. Nunca…». «Aunque quizá esta sí lo sea», irrumpe otra voz alentadora, casi sin dejar terminar a la otra y con un tono más elevado, tratando de imponerse — en vano. Porque vuelvo a fracasar. Cada vez fracaso mejor en el verdadero sentido beckettiano.
Mi escritorio siempre ha sido viejo. Tiene numerosos garabatos hechos con la aguja de acero de un compás: nombres de novias de mi infancia con corazones, grafitis, infructuosas quemaduras de cerillas, clavos y tornillos aflojados… Cuando yo nací ya estaba en mi habitación, lo heredé de mi hermano. Cuando era pequeño sus dimensiones me venían grandes. Ahora me resulta demasiado estrecho, mis rodillas golpean con los libros de las baldas que hay su interior; apenas caben el portátil y un cuaderno. Quién le iba a decir este escritorio que tanto ha albergado —¿qué libros serían los primeros que sostuvo? No lo sé. En cambio si sé qué clase de drogas se han guardado en estos cajones— que me iba a ver aquí, desde que comencé a aprender a leer hasta ahora, todo un ciclo lleno de curvas vertiginosas e inauditas. Ahora que lo pienso, estoy seguro de que mi viejo escritorio es mi mejor confidente… ha sido una constante, siempre ha estado ahí, mudo, presenciando toda mi vida que ahora veo pasar a gran velocidad y con fogonazos, algunos de los cuales me abochornan.
Tengo que configurar este blog y no sé qué apariencia darle. No sé cómo titularlo, no sé qué imagen poner de fondo, no sé qué dirección web otorgarle. Bueno, quizá deba retrotraerme a cuestiones más elementales: ¿Está desfasado escribir en blogger? O, aún más: ¿cómo coño he llegado hasta aquí? Acciono la palanca de mi silla, me molestan las rodillas golpeando contra el bajo del cajón por arriba, y contra el lomo de los libros que sostienen las baldas.
Sinceramente, no sé cuáles son mis pretensiones, la verdad. ¿Qué intenciones puede tener uno cuando escribe un blog? Se escriben blogs para hacer reseñas sobre obras, para escribir un diario, para dar su opinión sobre ciertos asuntos… no sé, temas que resultan escabrosos e inútiles para mí. Me veo incapaz de realizar cualquiera de esas labores. No creo que sirva para nada de eso. Yo solo sé divagar; si acaso, como dice Sándor Márai, responder con mi vida entera a las preguntas más importantes. Dime tú para qué sirve eso… en fin, qué más da.
Quizá vuelva por aquí. «O no», creo oír al fondo del trastero, pero no, es mi padre, que ya va a regar el huerto. Iré a echarle una mano. Ocurra lo que ocurra, seguro que lo haré desde este castillo que es mi viejo escritorio.