En el margen literario

Un proyecto de escritura y de docencia.

Qué fugaz se ve esa asombrosa locomotora desde esta choza

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Pobre fue mi padre,
muy pobre,
y el padre de mi padre
y pobre soy yo.

MANUEL VILAS

(Rescato otro texto escrito en 2020)

Nos damos cuenta del valor de nuestra experiencia cuando nos hacemos conscientes de que el tiempo ha pasado. Y vaya si han pasado cosas en este dos mil veinte. Más de cien días confinados, y en realidad, no podemos decir que se hayan ido rápidamente, ¿o sí?,¿cuándo pasa el tiempo más rápido, cuando hacemos cosas sin parar o cuando no hemos hecho nada y nos hemos dado cuenta de todo el tiempo que hemos perdido?



Este año para mí ha sido frenético. Mi vida ha dado más vuelcos en estos meses que en los últimos cuatro años. Me ha dado tiempo para todo, sobre todo para hacer lo que más me gusta: nada. Pero con esto del confinamiento también me ha dado para leer muchos de los libros que compré y para los que nunca encontré tiempo de leer —no precisamente porque no lo tuviera, insisto, simplemente soy una suerte de Oblómov de la clase obrera, un Bartleby, un hijo más del precariado—. ¿Quién nos iba a decir a los compradores compulsivos de libros, creadores de montañas de celulosa, adoradores de los templos de ácaros, que nos estábamos preparando para una pandemia?



De entre los libros que he estado leyendo, uno de ellos ha sido Desde mi celda, de Bécquer. Lo compré en el Rastro de Madrid por dos cincuenta —aún conserva la etiqueta con su precio escrito a mano sobre su portada harapienta de 1989—; no recuerdo bien cuándo decidí que tenía que comprarlo, creo que en alguna clase de la universidad. El título, acorde con la situación, me sedujo—de oferta cultural variopinta no nos podemos quejar de creaciones acordes, también fueron propias: Búnker, El Hoyo, La trinchera infinita, etc.—. Me gustó al comienzo su prosa cercana, ignoraba ese estilo tan personal de Bécquer. Lo cierto es que me encanta cualquier prosa sin objetivos exigentes, esa literatura periférica que crea la sensación de que un autor te trata de «tú a tú», relajando un poco los exigentes criterios estéticos que imponen la novela o la poesía: me gusta pensar que el autor, al escribir de esa manera, se ha dicho a sí mismo: «bueno, vamos a relajarnos»; es lo suyo, pensar que nos estamos sentando en la terraza de un bar a echar una caña o un café y un cigarro mientras conversamos sobre los pormenores más triviales; de esos pretextos siempre surgen las mejores reflexiones. Es más, para la gente corriente no puede ser de otra manera, a las grandes reflexiones se llega a través de nimiedades —entre otras cosas porque nunca nos sucede nada—, aunque después se revistan de cuestiones o hazañas encomiables.

Bécquer y un servidor conversan relajadamente.



El caso es que esta vez no pude quedar con Bécquer en una terraza, sino que tuvo que ser en un tanatorio. Recientemente murió mi abuela. Afortunadamente, aun en era COVID, todo transcurrió como en la vieja normalidad —disculpad el chascarrillo de tan mal gusto, pero tenía que hacer constar la tan horrenda expresión—; al final pudimos despedirla todos los familiares sin mayor problema que el de unas engorrosas mascarillas. Qué triste hubiera sido, sobre todo para sus hijos, tener que haberse enfrentado a esos últimos días de la forma tan solitaria e inhumana que se exigió durante el confinamiento. Sinceramente, tal medida se tomó con una falta de juicio total. No quiero ni imaginarme el drama por el que han debido de pasar tantas familias que hayan tenido que vérselas a solas con sus muertos, o lo que es  peor: recluidos en su casa mientras otro familiar lo hacía, pensando en qué estará siendo de los restos de su ser querido a lo largo del velatorio. Privar de ese rito ancestral e inherente a la humanidad fue una irracionalidad y dudo mucho que salvaguardara la salud pública.



Pero bueno, no nos descentremos: el caso es que allí que me las vi con Gustavo Adolfo, leyendo sus cartas en busca de alguna distracción para no tener que enfrentarme demasiado a aquella estampa: mi padre y sus hermanos, por primera vez huérfanos sobre la faz de la tierra y sin haber podido dormir nada en la última semana. Me escabullí como pude de tanto pésame protocolario y tanta desconsideración —también esta ceremoniosa y necesaria— por parte de parientes y cercanos a la familia, y me acomodé como buenamente pude a leer esa serie de misivas que redactó para El Contemporáneo. Me gustaron las reflexiones sobre sus viajes en tren a Veruela —en realidad fue lo único—; me resultó curioso el estupor que le provocaba cómo llegados a ese punto de la historia aún había pueblerinos asombrados con el fenómeno de la locomotora. Tiene gracia que un extremeño tenga que leer eso en pleno dos mil veinte, ¿tan rápido pasa el tiempo?, ¿tantas cosas hemos hecho?, ¿o acaso no hemos hecho nada y nos hemos dado cuenta de todo el tiempo perdido? Rescato unas líneas acerca de su concepción del progreso:



A medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos  y sus rancias ideas.



La lectura de Béquer la acompañé, de forma intermitente, con conversaciones con mi padre. Es inevitable, cuando alguien muere, hablar de tiempos pasados en los que esa persona estaba y acabar reflexionando sobre la existencia, aunque sea con frases trilladas que acaban pareciendo no significar nada, al menos en esos momentos. Sin importar mucho cómo, acabamos hablando de la infancia de mi padre, de cómo se crío en un hogar sin luz ni baño y sobre su alimentación, o, mejor dicho, sobre su hambre. Como no tuvo luz, no tuvo nevera, ni bombillas, ni televisor ni tantas otras cosas que para alguien de mi generación son impensables. Solo tenía  un juego de ropa llena de remiendos que se turnaba con los hermanos para ir al colegio, la rutina de irse dormir cuando se ponía el sol y solo podía comer carne según durara la matanza —prácticamente no sabían qué era el pescado—; se alimentaba mayormente de lo que mi abuelo podía recoger en la hora que tenía para el almuerzo en medio de unas jornadas que duraban de sol a sol. De mi abuelo mi padre me contó que le llamaba «viejo», me aseguró que tenía un aspecto más deteriorado a sus cuarenta —edad en la que falleció— que la de mi padre a sus sesenta y cinco. De toda una vida desnutrido, alcoholizado —forzosamente, ya que esas generaciones que labraron las tierras tenían que encontrar alguna forma de sobrellevar tanto física como psicológicamente las duras e interminables jornadas— y con trabajos forzados, o lo que viene a ser lo mismo, no se podía tener mejor aspecto. Y sin embargo todo esto no es nada, si nos remontamos a una generación más atrás, mi padre me cuenta que sus abuelos maternos vivían en una choza con paredes de adobe: si estar sin luz es inimaginable, haz otro esfuerzo para imaginarte tu vida sin agua, sin que lo que llamas cama apenas se diferencia del suelo. Ambos murieron, suponen de tuberculosis, a una edad muy temprana, dejando a mi abuela y sus hermanas huérfanas a una pronta edad. Qué sabría Extremadura de la penicilina (1928) o de La Canadiense (1929) por aquellos tiempos.





Tras charlar sobre todas esas cuestiones, me cuesta volver a centrarme en la lectura de Bécquer. Pienso en cómo converso con Bécquer y nos tratamos de tú a tú, 157 años después de haber escrito Desde mi Celda. Pienso en qué estarían haciendo mis antepasados mientras Bécquer escribía estas líneas que ahora leo, a qué conclusiones llegarían. Pienso también en cuando fui el otro día a recoger a un amigo que venía de Madrid a la estación de tren —en mi pueblo no hace parada— y en que vino en tal medio porque no le quedó más remedio debido al COVID —nadie coge un tren en Extremadura a menos que quieras tener turismo de aventura—. Y pienso también en cómo esperé a ver, cuando mi amigo se bajó del tren, cómo volvía a emprender su viaje el tren. Qué sabremos nosotros.

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Autor: (Literatura) en el margen

Escritor. Profesor. Doctor.

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