
Leer a Bolaño sigue siendo urgente. Bolaño habría cumplido 72 años el pasado 28 de abril. Me gustaría ver cómo se sigue riendo de todo el panorama. En un tiempo donde ya nadie habla ni se siente un escritor de tercera, donde el ruido digital tiende a disolver toda autenticidad, volver a Llamadas telefónicas (1997) es un recordatorio de que la literatura aún debe ser incómoda, socarrona y profundamente personal.
Publicado en 1997, Llamadas telefónicas fue el primer libro de cuentos de Roberto Bolaño. La obra se compone de catorce relatos agrupados en tres secciones: “Llamadas telefónicas”, “Detectives” y “Vida de Anne Moore”. En ellos ya se perciben los temas que marcarán toda su literatura: la precariedad del escritor, la violencia soterrada, la melancolía del fracaso y el constante juego entre realidad y ficción.
Desde el tono íntimo de «Sensini» hasta el extrañamiento de «William Burns», pasando por el humor oscuro de «Una aventura literaria» y la ambigüedad emocional de «Llamadas telefónicas», Bolaño explora múltiples registros y perspectivas, dejando claro que lo suyo no es la solemnidad, sino la apuesta vital de quien escribe con una mezcla de ironía, lucidez y entrega. Leer esta obra hoy no es solo revisitar sus orígenes, sino entender por qué sigue siendo una voz indispensable.
Bolaño no escribía para complacer, sino para sembrar dudas, para incomodar y para reírse —las más de las veces a carcajadas— del absurdo de todo esto. Porque eso es la literatura para él: un juego muy serio, pero también muy divertido. Llamadas telefónicas nos habla de la escritura como apuesta radical. El escritor que se toma demasiado en serio la literatura corre el riesgo de volverse ridículo, y sin embargo, hay que abrazar también esa parte. No renegar del patetismo, sino echarle el brazo por encima y caminar con él.
En «Sensini», uno de los cuentos más entrañables y magistrales del volumen, aparece un Bolaño socarrón, lúcido, que proyecta sus propios temores en un personaje que podría ser él mismo en unos años. La denuncia a la precariedad del autor es clara y, aunque la correspondencia en papel ha sido sustituida por «likes» y algoritmos, el fondo no ha cambiado tanto. Bolaño lo sabía: cambiar un título —una etiqueta, una pose— puede dar lugar a otro relato completamente distinto. Y eso lo convierte en un autor urgente. Porque nos recuerda que escribir no es solo contar, sino también apostar, fallar y reírse con inteligencia de todo el tinglado.

El narrador no fiable atraviesa todos y cada uno de estos cuentos para contemplar el oficio del escritor en diferentes situaciones. Sí, porque este es un libro para escritores. Si me apuran, es un libro de formación intensiva para escritores. El juego no es menor, Bolaño nos interpela y nos aprieta: ¿cumple algún rol fundamental en la sociedad un escritor de tercera? A priori la respuesta es tan clara como la carcajada. Sin embargo, tras el eco de la respuesta y vuelto el semblante a su actitud inquisidora, aún nos quedan unas cuantas preguntas que hacernos. Bolaño, más que responderlas, trata de formularlas en «Henri Simon Leprince», ambientando la ficción en, nada más y nada menos, que la II Guerra Mundial. No podría haber escritores de primera si no hubiera escritores de tercera. De hecho, todos los escritores son de tercera y es la sociedad la que provisionalmente les permite ser de primera para lanzar los mensajes que desea oír.
En «Enrique Martín», dedicada a Vila-Matas, vemos un ejercicio kafkiano en el que se parodia la vida del escritor y la amistad entre estos y se fabula constantemente hasta perderle el sentido: idas y venidas, desapariciones fugaces y deconstrucciones que le pierden tanto el sentido a la realidad que terminan por encontrarla con una lucidez pasmosa.
Así que aquí seguimos, los escritores de tercera, leyendo tarde, aprendiendo despacio, perdiendo concursos y releyendo cuentos que ya nadie comenta. Y aun así —o precisamente por eso— seguimos escribiendo. Porque, como Bolaño nos recuerda en cada página, la literatura no es un podio, sino una trinchera; no un escaparate, sino un eco que se cuela por las rendijas cuando todo lo demás calla.
