El corazón del hombre es un abismo. Aleksandr Pushkin.
Cerró la bandeja de entrada de Instagram y dejó el mensaje en borradores. Salían imágenes de Ámbar Torres posando frente a un espejo y tomándose un café con leche de avena, sonriendo, como si nada pudiera afectarle. En el pie de la foto: «Hazlo por ti. Siempre por ti». Tras abrir y cerrar varias veces los DMs, decidió darle a enviar: «Mira, creo que estás siendo un poco pesado. Lo mejor es que dejemos esto ya de una vez por todas. Yo solo quería entretenerme un poco ahora y no estoy buscando nada serio. Que te vaya bien». Después de escribir ese mensaje, bloquear al contacto y cerrar el móvil, Isabel levantó la cabeza para cruzar su mirada una última vez con aquel chico que estaba en la otra punta de la clase antes de que tocara el timbre que ponía fin a la clase de Derecho Penal.
Antes de entrar en la cafetería con sus amigas, pasó por el baño. Se observó unos segundos en el espejo, repasando las impresiones que pudo haber causado en ese cruce de miradas y en si no la habría estado mirando porque tenía la cara hecha un cuadro. Lo de siempre: ni satisfecha ni decepcionada. Las luces LED del techo del baño comenzaban a flaquear y contemplaba su rostro de forma intermitente. Su mirada asomaba entre fogonazos, interrumpida por los instantes de oscuridad que parecían revelar desde lo más profundo del abismo el grosor de un personaje aún por descubrir, incluso para ella misma. Se rehízo el peinado: moño alto y bien apretado con su cinta negra. La raya del ojo seguía firme. No se pintó los labios. Ahora tocaba desayunar y charla con las chicas.
— Vaya peñazo de Derecho Penal. No sé cómo voy a aprobar esta asignatura esta cuatri.
— ¿Vamos a ir este jueves a la fiesta que organizan los de la residencia en aquel pub?
— ¿Sabéis si van más de la clase?
— ¿Quién te interesa ya, pillina?
— … ¿por qué tiene que interesarme nadie?
— ¡Venga, si ya nos has dicho que te lanzas miraditas con el del pelito y las barbas!
— ¿Pero no seguías hablando con el tío random ese con el que te liaste hace dos semanas?
— Acabo de decirle que ya no pienso hablar más con él. Era muy raro. Si me lie con él tan solo porque iba pedo. Decía cosas muy raras y era muy pesado…
— Pues a mí me parecía mono. Tenía su punto.
— Para ti todos tienen su punto.
— (Suena el teléfono). Me llama mi padre.
Abrió el bolso y sacó el monedero; al abrirlo, vertió sobre su mano un surtido variado de monedas, cada una con sus distintas afecciones: una con moho verde, otra ennegrecida y otras simplemente desgastadas. Si uno se para a pensarlo, las monedas pasan de una vida a otra como las ideas: les dan un valor, un significado y después se esfuman. Entran y salen continuamente. Nunca sabe uno qué moneda es la que transformará cualitativamente la existencia de uno. Isabel las recogió una a una, sin prisa, mientras escuchaba al padre.
—… Sí, ya he acabado y voy para casa. Cuando llegue hablamos —contó por encima y se dio cuenta de que no le llegaba—. Chicas, me tengo que ir. Mi padre quiere hablar conmigo. Me pagáis vosotras, ¿vale? Que no me quiero entretener ahora para pagar con la tarjeta. Chao, chao. Muá. Después hablamos.

