¿Por qué los seres humanos se empeñan en realizar algo a toda costa? ¿No estarían mucho mejor inmóviles en este mundo, gozando de una calma total? ¿Pero qué es lo que hay que realizar? ¿Por qué tantos esfuerzos y tanta ambición? El ser humano ha perdido el sentido del silencio.
Emile Cioran
Últimamente le doy vueltas al tema del ruido en las aulas. Hace poco más de un mes varios titulares inundaron la prensa: las instituciones europeas alertaban de un problema de disciplina en España y nos situaban como «el tercer país que más tiempo pierde por el ruido de clase».
No sé hasta qué punto se puede elaborar un ranking sobre algo así. En cualquier caso, alguna verdad encierra, y lo cierto es que yo, como docente, lo siento —o, mejor dicho, lo padezco—. Raro es el día que no es ruidoso, y raro es el día que no me culpo por ello. Pienso en que no impongo lo suficiente, que quizá sea demasiado anárquico en mis sesiones, que a veces les doy demasiada rienda suelta a los chavales… y que, en fin, tengo lo que me merezco. Hay rachas en las que acabo sobrepasado; entonces, pruebo estrategias: alzar la voz, guardar un silencio incómodo hasta que se callen, frenar al que insiste, recorrer el aula sin descanso… A veces nada basta y recurro al comodín que detesto: negativo, parte, apercibimiento… llámese como se quiera; no deja de ser un castigo. Es, en demasiadas ocasiones, la única llave que cierra la puerta del ruido. O te colocas en modo autoritario y frío, o estás perdido. Y vuelta a la culpa.

Pero hay días en los que no cedo ante ese sentimiento y me obligo a pensar el problema desde fuera: ¿cuándo empieza todo esto?, ¿le sucede a todos?, ¿en otras materias no necesitan silencio?, ¿se trabaja de algún modo?, ¿en los colegios se educa la quietud?
Me cuesta obtener respuestas a tales preguntas o, llego a la conclusión, de que en el sistema educativo no las voy a encontrar. Hacemos lo que podemos. ¿En qué situaciones sociales los chicos tienen la necesidad de estar en silencio? Quizá en pocas, por no decir ninguna. Pocos deben ir al cine. ¿Y en los hogares?, ¿qué ocurre ahí?, ¿los padres y las madres tienen la necesidad de que los niños guarden silencio? Quizá no. ¿Cómo van a guardar silencio niños cuyos padres no tienen la necesidad de que estén en silencio? Si yo tengo hijos y quiero leer en casa, necesitaré silencio, y ahí me veré en la obligación de enseñarle cómo se guarda. No por disciplina, sino por convivencia. ¿Se lee en los hogares?
El panorama es, a veces, desolador: alumnos que no son conscientes de que no pueden hablar mientras el profesor explica —o, peor aún, que no deberían hacerlo con una voz más alta que la suya—; alumnos que no conocen el turno de palabra y se pisan unos a otros como si la conversación fuera un territorio que hay que conquistar a gritos. Todavía hay algo más triste: alumnos que sí saben guardar silencio y que deben soportar los estragos de quienes simplemente no quieren guardarlo.
Al final, el ruido en las aulas es solo el síntoma. Lo que de verdad inquieta es comprobar hasta qué punto el silencio ha dejado de formar parte de nuestra vida cotidiana. No se enseña porque casi nadie lo practica. Vivimos sobreestimulados: la luz de las pantallas encendidas a todas horas, los ruidos que se solapan, los dispositivos que compiten dentro de una misma habitación, la música que ya no acompaña sino que ocupa, esa necesidad de un fondo sonoro para no sentirnos solos, el jolgorio permanente de la calle. En ese paisaje, pedir silencio a un alumno es casi pedirle que respire de un modo que no conoce. Y, sin embargo, es justo lo que más necesita aprender.
Quizá el verdadero problema no sea el ruido en sí, sino que hemos olvidado que el silencio también se educa. No aparece solo: se siembra, se acompaña y, con suerte, se contagia. Pero para que ocurra hace falta una comunidad que lo valore. El silencio también es una voz, ojalá la escuela volviera a escucharla.
