Hay películas, que tras verlas, te hacen pensar que no te han gustado. Hay películas, también, que aunque no te hayan gustado, las recomiendas porque crees que de algún modo merecen la pena. Sirat pertenece a los dos grupos. No he querido decir con ello que actualmente piense que la película es mala, pero sí que tras verla no te deja indiferente y que el sabor de boca es como mínimo extraño.

Una narración, desde luego, sugerente, que pretende que la mayor parte de las sensaciones recaiga sobre el espectador, del que se espera que no tenga adormilada su faceta activa para terminar de construir el relato. Uno tiene que poner bastante de su parte en varios tramos: Personajes sin apenas profundidad psicológica, diálogos prácticamente ausentes y algún que otro patinazo narrativo —¿qué hace, si no, un niño pequeño con su perro acompañando a su padre en la búsqueda de una hermana perdida, en mitad de una rave y de parajes casi apocalípticos?— podrían funcionar como argumentos en contra. Pero no pretendo yo ser Carlos Boyero.
La historia está claramente premeditada. El director sabe qué quiere provocar y cómo hacerlo, y conduce al espectador con firmeza hasta el impacto final que busca: asumir que la búsqueda no conduce a una revelación clara, sino al agotamiento, a la intemperie moral y a la disolución del sentido. Y, además, existen contrapesos que hacen que la película atrape y cale más de lo que uno espera: hay prosa visual en esos desiertos, en esos altavoces, en ese realismo sucio de una estética que parece retrofuturista tras la pantalla; hay trance en una estética deliberadamente limitada, casi insistente. Sirat tiene mucho de poesía existencialista: una búsqueda desesperada e infinita en medio de un mundo hostil, inhóspito, donde los lazos que unen a los personajes son primitivos, casi tribales.
Si el polvo y el desierto crean una potente atmósfera, el sonido añade a ella otro elemento que componen los verdaderos motores de la película. La música electrónica, insistente y repetitiva, no acompaña la acción: la somete. No subraya emociones ni marca clímax; induce un estado de trance que aplana el tiempo y desgasta al espectador. Y cuando la música cesa, el silencio no funciona como descanso, sino como exposición: quedan el cuerpo y la intemperie.
Me gusta, especialmente, que el director no abuse de la tentación distópica. Está ahí, pero solo lo justo y necesario, con una cierta sprezzatura: como un recordatorio de fondo, nunca como un subrayado. Y quizá sea en esa contención donde la película encuentra su verdadera fuerza.
En fin que, aunque no sea una película perfecta ni complaciente, creo que merece ser vista incluso si al terminar uno no sabe muy bien si le ha gustado. Quizá no sea una película que se disfrute, pero sí una de la que te hace hablar con amigos, cosa que me gusta más todavía. Si tienes alguna reflexión sobre ella, estaré encantado de oírla y, si no las has visto aún, ya sabes.
