Presento una situación de aprendizaje completa y descargable centrada en el Lazarillo de Tormes, diseñada para trabajar en el aula de forma directa y eficaz. El material sigue los criterios y saberes básicos de Lengua Castellana y Literatura según la LOMLOE, y está pensado para facilitar la planificación docente sin perder profundidad literaria.
Qué incluye
Tema completo (20 páginas): resumen estructurado, análisis de la obra, contexto histórico, características de la novela picaresca y claves para la interpretación.
Presentación en diapositivas (30 slides): explicación visual de los contenidos, ideal para introducir la obra en clase o guiar la lectura.
Un modelo de examen: preguntas objetivas y de desarrollo, orientadas a evaluar comprensión lectora y análisis literario.
Comentario de texto resuelto con criterios claros para la corrección.
Selección de textos con preguntas: fragmentos significativos del Lazarillo comentados y acompañados de cuestiones para trabajar en el aula.
Rúbrica de evaluación: criterios claros y adaptados a actividades de lectura, expresión escrita y análisis literario. Una en pdf y otra en excel para poder añadirla a cualquier dispositivo electrónico.
Qué aporta este material
Facilita la programación didáctica de la obra.
Ahorra horas de preparación al docente.
Integra lectura, análisis, actividades y evaluación en un único recurso.
Ideal para cursos de 3.º y 1.º de Bachillerato, sobre todo esta última.
Imagínense a un tipo con una imagen bastante desmejorada, casi sarcopénica, y una vestimenta totalmente desaliñada, subido al escenario. Tan solo tiene a su banda y, eso sí, unos potentes altavoces —quizá sea el único exceso de todo el atavío— con los que hacer retumbar todos los alrededores. Ha entrado en escena y el camino que ha realizado desde bastidores, con toda seguridad, es el camino más largo que va a realizar durante toda la actuación. Se planta erguido delante de todo el gentío, en posición hierática, sosteniendo su guitarra eléctrica y las masas se debaten entre el silencio y los vítores, como ante una aparición.
Imaginen que, a pesar de todo lo dicho, su presencia escénica resulta arrolladora. La muchedumbre queda boquiabierta, hay gente de varias generaciones reunidas para presenciar la ceremonia sagrada a la que se han ido sumando adeptos a lo largo de décadas sin necesitar discográficas, promociones de discos, campañas publicitarias… nada. El escenario a duras penas lleva un cartel con el nombre de la banda, y no es por falta de medios. Es música, es arte, no necesita adornos. Porque es de la de verdad, claro. Y de los allí presentes no lo duda nadie: se ha convertido en el bardo de su tierra a golpe de himnos que han atravesado las rendijas de las almas que los han escuchado, haciendo que trasciendan aunque sea tan solo un instante. Ese es el poder del arte. ¿Cómo lograr algo así?
Imagínense que este tipo se erigió adalid del rock en Extremadura, una de las regiones menos dadas a que pudiera ocurrir algo así, y que para hacerlo tuvo que pedir por adelantado unas miles de pesetas a sus vecinos para poder sacar su primer disco; que su música trató de trasgredir todo lo inimaginable, incluso a los más trasgresores, y que, tras haberlo conseguido, se dedicó a cantarle al amor.
Imagínense que este cantante supiera desde el inicio de su andadura que el arte se encontraba en el amor, en la rabia, en lo salvaje y en lo romántico y que para alcanzarlo tan solo tuviera que seguir su instinto y alejarse de las mayorías porque estas son idiotas. Imagínense que desde un primer momento supiera que para poder transmitirlo como quería supiera que tendría que hablar como habla la gente, como siempre se hizo en su tierra, sin tapujos ni filtros, siendo un malhablado si es necesario, porque la poesía y el arte no entienden de modales, pero sí necesita de esa ley innata —como dijo Cicerón— para alcanzar las verdades universales.
Ahora imaginen que se apagan los focos y el artista se marcha porque ya terminó la función —lo avisó, aunque no lo quisimos ver: «quédate escuchando esta canción que yo me tengo que marchar»—, y el público queda allí, a oscuras, con el eco aún suspendido en el aire y la intuición de que, de algún modo, tendrá que seguir sin él, huérfano, al igual que han quedado huérfanos el rock, la poesía, el arte y Extremadura.
Disculpen por el socorrido «imaginen», porque cuesta creer que algo así haya sucedido de verdad.
¿Por qué los seres humanos se empeñan en realizar algo a toda costa? ¿No estarían mucho mejor inmóviles en este mundo, gozando de una calma total? ¿Pero qué es lo que hay que realizar? ¿Por qué tantos esfuerzos y tanta ambición? El ser humano ha perdido el sentido del silencio.
Emile Cioran
Últimamente le doy vueltas al tema del ruido en las aulas. Hace poco más de un mes varios titulares inundaron la prensa: las instituciones europeas alertaban de un problema de disciplina en España y nos situaban como «el tercer país que más tiempo pierde por el ruido de clase».
No sé hasta qué punto se puede elaborar un ranking sobre algo así. En cualquier caso, alguna verdad encierra, y lo cierto es que yo, como docente, lo siento —o, mejor dicho, lo padezco—. Raro es el día que no es ruidoso, y raro es el día que no me culpo por ello. Pienso en que no impongo lo suficiente, que quizá sea demasiado anárquico en mis sesiones, que a veces les doy demasiada rienda suelta a los chavales… y que, en fin, tengo lo que me merezco. Hay rachas en las que acabo sobrepasado; entonces, pruebo estrategias: alzar la voz, guardar un silencio incómodo hasta que se callen, frenar al que insiste, recorrer el aula sin descanso… A veces nada basta y recurro al comodín que detesto: negativo, parte, apercibimiento… llámese como se quiera; no deja de ser un castigo. Es, en demasiadas ocasiones, la única llave que cierra la puerta del ruido. O te colocas en modo autoritario y frío, o estás perdido. Y vuelta a la culpa.
Pero hay días en los que no cedo ante ese sentimiento y me obligo a pensar el problema desde fuera: ¿cuándo empieza todo esto?, ¿le sucede a todos?, ¿en otras materias no necesitan silencio?, ¿se trabaja de algún modo?, ¿en los colegios se educa la quietud?
Me cuesta obtener respuestas a tales preguntas o, llego a la conclusión, de que en el sistema educativo no las voy a encontrar. Hacemos lo que podemos. ¿En qué situaciones sociales los chicos tienen la necesidad de estar en silencio? Quizá en pocas, por no decir ninguna. Pocos deben ir al cine. ¿Y en los hogares?, ¿qué ocurre ahí?, ¿los padres y las madres tienen la necesidad de que los niños guarden silencio? Quizá no. ¿Cómo van a guardar silencio niños cuyos padres no tienen la necesidad de que estén en silencio? Si yo tengo hijos y quiero leer en casa, necesitaré silencio, y ahí me veré en la obligación de enseñarle cómo se guarda. No por disciplina, sino por convivencia. ¿Se lee en los hogares?
El panorama es, a veces, desolador: alumnos que no son conscientes de que no pueden hablar mientras el profesor explica —o, peor aún, que no deberían hacerlo con una voz más alta que la suya—; alumnos que no conocen el turno de palabra y se pisan unos a otros como si la conversación fuera un territorio que hay que conquistar a gritos. Todavía hay algo más triste: alumnos que sí saben guardar silencio y que deben soportar los estragos de quienes simplemente no quieren guardarlo.
Al final, el ruido en las aulas es solo el síntoma. Lo que de verdad inquieta es comprobar hasta qué punto el silencio ha dejado de formar parte de nuestra vida cotidiana. No se enseña porque casi nadie lo practica. Vivimos sobreestimulados: la luz de las pantallas encendidas a todas horas, los ruidos que se solapan, los dispositivos que compiten dentro de una misma habitación, la música que ya no acompaña sino que ocupa, esa necesidad de un fondo sonoro para no sentirnos solos, el jolgorio permanente de la calle. En ese paisaje, pedir silencio a un alumno es casi pedirle que respire de un modo que no conoce. Y, sin embargo, es justo lo que más necesita aprender.
Quizá el verdadero problema no sea el ruido en sí, sino que hemos olvidado que el silencio también se educa. No aparece solo: se siembra, se acompaña y, con suerte, se contagia. Pero para que ocurra hace falta una comunidad que lo valore. El silencio también es una voz, ojalá la escuela volviera a escucharla.
En la goma de sus calzoncillos se notaba que iba de estreno. Cada vez que salimos con la ambulancia y atendemos a un atropellado recuerdo a mi abuela: “Lleva siempre mudas nuevas porque nunca sabes cuándo vas a acabar en el hospital”. Repetía que no llamáramos a nadie y escondía la mano bajo el muslo. Me agaché para atenderlo y ya solo recuerdo que caí al suelo ensangrentado y su imagen huyendo de espaldas. Pude apreciar la alarma antirrobos en sus calzoncillos y su cartera con un fajo de billetes, sin la foto de su abuela. Recordé que al trabajo siempre llevo calzoncillos viejos.
El poema que él nunca terminó lo dejó a medias el último día del año. Se propuso dejar de fumar, apuntarse al gimnasio y dejar de beber. Nunca lo volví a ver. Supongo que la sobriedad lo mató. Siempre decía que la inspiración olía a tabaco y a vino barato, y que los poemas buenos solo se escriben con resaca. A veces pienso que, si hubiera seguido bebiendo, al menos habría terminado el maldito verso. En cambio, eligió salvarse. Y ya se sabe: nadie escribe nada decente después de salvarse.
Cuando encienda el volcán, según el oráculo, será el momento de partir: huir no debe cambiarnos el destino, solo aplazarlo. He sido condenado al ostracismo, dicen que mi palabra enciende lo que toca. Estoy al pie del monte mientras la ciudad duerme y el mar brilla como una salida tramposa. No sé qué camino elegir. A mi lado, ella apenas respira; me sigue sin fuerzas, sin preguntas. Quizás fueron las ruinas que dejé atrás. Por eso no temo al fuego, sino a las cenizas. Si el destino lo quiere, seremos jarrón, recuerdo, figura inmóvil entre la lava. Es hora de que tiemble el suelo.
No los puedo dejar tirados si quiero que el fuego brille en la noche, y menos en la más importante del año, la Sagrada Caza. De ella depende el futuro de la tribu. Ahí fuera el mal acecha: los otros, las bestias. Sé que si enciendo el fuego en lo alto de la colina podré ayudarlos. Cuando acerco la antorcha comprendo que no temo a las bestias, sino a lo que verán en mis ojos cuando me reconozcan.
Inauguro nueva sección en el blog. Creo que es tan importante hablar de literatura como de cómo se crea. En ella dedicaré un espacio a qué dicen otros autores de la creación y comentaré obras y manuales dedicados a la creatividad literaria.
Para inaugurar este espacio que mejor autor que el creador de Comala, el pueblo en el que a todos se nos ha quedado algo, probablemente de vida, tras su lectura. Vamos a rescatar un texto suyo con un valor excepcional —pues fue un hombre que escribió lo imprescindible acerca de todo—, basado en una conferencia. Apareció publicado por primera vez en la Revista de la Universidad de México (vol. XXV), en octubre-noviembre de 1980.
Rulfo, en su condición de escritor, afirma tener unos inicios alejados del oficio de narrar. En en el entorno en el que creció, los hombres contaban las historias justas. No parece ser una «conditio sine qua non» para convertirse en un maestro del oficio viendo su obra, que ha dejado una profunda huella en la literatura universal. Lo de narrar tiene más que ver con, en primer lugar, mentir. Según afirma, todo escritor es un gran fabulador, necesita mentir para recrear el mundo.
Mentir, puede parecer complicado, sin embargo, para él, se trata de algo simple (en apariencia): crea un personaje, crea un ambiente para ese personaje y dale una forma de hablar a ese personaje. Una vez realizada esa labor, basta con ponerse a escribir, sin esperar que venga nada ni nadie más.
yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
Juan Rulfo.
Para Rulfo son tres los pilares de la escritura: imaginación, intuición y uno de los tres grandes temas: amor, vida y muerta. La labor que hay que realizar fundamentalmente es la de ponerle límites. La imaginación es la capacidad que tenemos para crear ideas y solo en variantes podríamos pasarnos media vida acerca de cómo podrían suceder los fenómenos. Una vez la ponemos a trabajar, ahí es donde entraría el otro pilar, la intuición, esto es, saber cuál es la opción correcta. Esto, claro, es lo más difícil. Nuestra intuición podría ser una mierda, pero esto tiene una solución. Lo primero que hay que hacer es confiar en ella. No nos queda más remedio. Lo segundo, agudizarla a base de ensayo y error —y lecturas, muchas lecturas, trabajadas en clave de creación—. No hay mucho más.
Con respecto a los tres grandes temas, Rulfo nos dice que lo más importante es el tratamiento. Añado por mi parte que, como es lógico, no vamos a ser capaces de decir nada que no se haya dicho. Pero sí que podemos darle un tratamiento único: pensar y escribir hasta dar con una historia genuina. Todo esto, claro, complementados con cientos de lecturas y miles de historias que nos ayuden a crear la nuestras y a saber quiénes somos y por qué queremos contar esa historia que está dentro queriendo salir y no sabemos por qué.
En resumen, para Rulfo:
La literatura es invención: El escritor imagina, no reproduce; es un mentiroso que transforma la realidad.
Tres pilares del relato: Crear un personaje, su ambiente y su forma de hablar.
No cree en la inspiración: Escribir es trabajo, llenar páginas hasta que surge algo vivo.
El personaje guía el relato: Cuando adquiere vida, arrastra al escritor por caminos desconocidos.
La imaginación debe cerrarse: Es infinita, pero debe encontrar un cauce, una salida.
La intuición tiene un papel clave: Conduce a escribir cosas que no han sucedido pero que cobran sentido.
La literatura no es reportaje: Aunque parezca verdad, no pretende ser historia factual.
Escribir es un acto solitario: No concibe la creación literaria como algo colectivo.
Solo hay tres grandes temas: Amor, vida y muerte. La diferencia está en el tratamiento.
La forma es lo que da vida al fondo: El modo de contar es lo que atrapa al lector.
El libro publicado ya no pertenece al autor: La obsesión desaparece al concretarse el texto; antes, lo ronda.