Inauguro nueva sección en el blog. Creo que es tan importante hablar de literatura como de cómo se crea. En ella dedicaré un espacio a qué dicen otros autores de la creación y comentaré obras y manuales dedicados a la creatividad literaria.
Para inaugurar este espacio que mejor autor que el creador de Comala, el pueblo en el que a todos se nos ha quedado algo, probablemente de vida, tras su lectura. Vamos a rescatar un texto suyo con un valor excepcional —pues fue un hombre que escribió lo imprescindible acerca de todo—, basado en una conferencia. Apareció publicado por primera vez en la Revista de la Universidad de México (vol. XXV), en octubre-noviembre de 1980.
Rulfo, en su condición de escritor, afirma tener unos inicios alejados del oficio de narrar. En en el entorno en el que creció, los hombres contaban las historias justas. No parece ser una «conditio sine qua non» para convertirse en un maestro del oficio viendo su obra, que ha dejado una profunda huella en la literatura universal. Lo de narrar tiene más que ver con, en primer lugar, mentir. Según afirma, todo escritor es un gran fabulador, necesita mentir para recrear el mundo.
Mentir, puede parecer complicado, sin embargo, para él, se trata de algo simple (en apariencia): crea un personaje, crea un ambiente para ese personaje y dale una forma de hablar a ese personaje. Una vez realizada esa labor, basta con ponerse a escribir, sin esperar que venga nada ni nadie más.
yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
Juan Rulfo.
Para Rulfo son tres los pilares de la escritura: imaginación, intuición y uno de los tres grandes temas: amor, vida y muerta. La labor que hay que realizar fundamentalmente es la de ponerle límites. La imaginación es la capacidad que tenemos para crear ideas y solo en variantes podríamos pasarnos media vida acerca de cómo podrían suceder los fenómenos. Una vez la ponemos a trabajar, ahí es donde entraría el otro pilar, la intuición, esto es, saber cuál es la opción correcta. Esto, claro, es lo más difícil. Nuestra intuición podría ser una mierda, pero esto tiene una solución. Lo primero que hay que hacer es confiar en ella. No nos queda más remedio. Lo segundo, agudizarla a base de ensayo y error —y lecturas, muchas lecturas, trabajadas en clave de creación—. No hay mucho más.
Con respecto a los tres grandes temas, Rulfo nos dice que lo más importante es el tratamiento. Añado por mi parte que, como es lógico, no vamos a ser capaces de decir nada que no se haya dicho. Pero sí que podemos darle un tratamiento único: pensar y escribir hasta dar con una historia genuina. Todo esto, claro, complementados con cientos de lecturas y miles de historias que nos ayuden a crear la nuestras y a saber quiénes somos y por qué queremos contar esa historia que está dentro queriendo salir y no sabemos por qué.
En resumen, para Rulfo:
La literatura es invención: El escritor imagina, no reproduce; es un mentiroso que transforma la realidad.
Tres pilares del relato: Crear un personaje, su ambiente y su forma de hablar.
No cree en la inspiración: Escribir es trabajo, llenar páginas hasta que surge algo vivo.
El personaje guía el relato: Cuando adquiere vida, arrastra al escritor por caminos desconocidos.
La imaginación debe cerrarse: Es infinita, pero debe encontrar un cauce, una salida.
La intuición tiene un papel clave: Conduce a escribir cosas que no han sucedido pero que cobran sentido.
La literatura no es reportaje: Aunque parezca verdad, no pretende ser historia factual.
Escribir es un acto solitario: No concibe la creación literaria como algo colectivo.
Solo hay tres grandes temas: Amor, vida y muerte. La diferencia está en el tratamiento.
La forma es lo que da vida al fondo: El modo de contar es lo que atrapa al lector.
El libro publicado ya no pertenece al autor: La obsesión desaparece al concretarse el texto; antes, lo ronda.
Escribir es igual de duro y solitario en España que en Japón, y la prueba de ello la podemos obtener tras la lectura de «De qué hablo cuando hablo de escribir», del aclamado Murakami.
Para escribir tan solo hace falta un papel, un lápiz, mucho tesón y haber leído mucho (pero que mucho). Si uno lo piensa, puede que no sea mucho. La del escritor, en ese sentido, puede que sea una de los oficios más democráticos. O esa es la conclusión que uno saca tras leer esta obra.
Murakami, en un esfuerzo deliberado por crear prosa clara, trata de desentrañar todos los misterios de este oficio, al menos desde su óptica y experiencia. Trata de advertirnos, sobre todo, de que en realidad no hay ningún misterio. Él trabajaba en un bar, nunca fue un alumno sobresaliente y lo único que hizo fue obedecer un impulso interno.
Que no tenga ningún misterio no quiere decir que sea fácil: hay que tener las agallas de sentarse todos los días sin excepción para cumplir con el objetivo que uno se marque, hay que estar dispuesto a soportar y a combatir el desgaste físico que el oficio te exige (del que poca gente te habla), hay que estar dispuesto a estar solo durante una gran parte de la vida y hay que saber tragar (expectativas, opiniones, halagos, descalificaciones y un largo etcétera).
“Escribir novelas responde a una especie de mandato interior que te impulsa a hacerlo. Es pura perseverancia y resistencia, apoyado en un prolongado trabajo en solitario.”
Haruki Murakami
Murakami estructura el libro como una serie de meditaciones breves. En De vocación, novelista deja claro que escribir no nace de una revelación, sino de una decisión íntima que cualquiera puede tomar si está dispuesto a sostenerla. En Acerca de cuándo me convertí en escritor nos recuerda que no fue un alumno brillante, que trabajaba en un bar y que, sin embargo, bastó un impulso interno para ponerse a escribir: un gesto sencillo, pero decisivo.
En Sobre los premios literarios y Sobre la originalidad cuestiona las expectativas externas: ni los galardones ni la obsesión por ser distinto garantizan nada; lo único que cuenta es la constancia en el trabajo. Con Ahora bien, ¿qué escribo? y Que el tiempo se convierta en un aliado vuelve al terreno práctico: escribir requiere paciencia, resistencia física y aceptar que una novela larga se construye a diario, sin atajos.
El capítulo Una infinita vida física e individual es clave: Murakami insiste en la importancia del cuerpo, del cuidado físico, porque sin esa energía la escritura se resiente. Sobre la escuela refleja su independencia: nunca sintió que la institución académica lo formara como escritor, y aun así siguió adelante.
Cuando habla de ¿Qué personajes crear? y ¿Para quién escribo?, vuelve a la raíz: los personajes nacen de observar con atención y escribir es, ante todo, un diálogo honesto con uno mismo y con el lector. Finalmente, en Salir al extranjero. Nuevas fronteras muestra cómo la traducción y la recepción internacional le obligaron a redefinirse, a no quedarse cómodo en un único lugar.
De este repaso queda claro que Murakami no da fórmulas, sino un testimonio: escribir es un oficio que exige tenacidad, cuerpo y humildad. Y ese es, quizá, el mayor aprendizaje para cualquier lector que aspire a escribir: más que técnicas, hace falta una disposición vital.
En definitiva, «De qué hablo cuando hablo de escribir» no ofrece fórmulas secretas ni atajos. Lo que ofrece es algo más valioso: la certeza de que escribir es un trabajo solitario, físico y testarudo, pero también una forma de estar en el mundo. Quizá por eso, al terminarlo, uno entiende que escribir no es solo contar historias, sino aprender a sostenerse en ellas.
Por primera vez, lo ama, o eso creyó al observarlo bañándose en la piscina. Cierto es que tampoco tuvo nunca la intención de hacerlo, ni cuando dejó de ser ese indiscutible mediocre gracias al éxito de esa empresa de relojes con calculadora y correa de piel de imitación. Ni cuando le dio un hogar, ni cuando formaron una familia… nada, no soportaba esa barriga peluda, ni ese felpudo bajo la nariz ni sus rones con hielo.
Tampoco llegó el amor con ese adosado con piscina, ni con las joyas, ni con los vestidos, ni con las vacaciones, ni con los coches caros, ni con las clases de pádel… nada comparable a cuando por fin vio su cuerpo boca abajo flotando en la piscina mientras tomaba un garnish. #Microrrelato
El hombre lobo más orgulloso de la provincia había llegado a la final de la primera edición televisada del Concurso Nacional de Ferocidad que se celebraba en la capital licántropa.
Su altivo morro le impedía oler el rastro de sus lupulosos contrincantes. Divisaba ya la recta final en la falda del monte: «Esas modelos barbudas se van a quedar prendadas de mis amarillentos y babosos colmillos», se decía, mientras se imaginaba en el podio.
En riguroso directo, en el recién inaugurado Salón del Ministerio Feral, con él como ganador, el trofeo es disecado por el mejor taxidermista del país para que su cabeza lo adorne.
Dibujó un pequeño ataúd y se metió dentro. Por primera vez desde que le dieran el papel, se sintió capaz. El estreno era inminente y mañana comenzaban los ensayos con la compañía. Sabía de las esperanzas que todos depositaban en la obra. Los nervios eran como los de la primera vez, pero las fuerzas ya no le nacían de sueños, sino de las imágenes de lo que había sido: escenas principales de un actor secundario. Jamás había pensado en cuál sería su último papel. Cerraba los ojos y simulaba el letargo. Su última función. Escuchaba su respiración hundirse. Cierra la tapa y, una vez acomodado, deja de fingir.
Jugó a dibujar figuras de humo con la pajita del refresco para burlarse de cómo fumaba. Fue aquel sofocante verano del 66 en el que la invité a bailar en la verbena, entre luces titilantes, guirnaldas descoloridas y aquella orquesta que no paraba de desafinar.
A estas alturas, los surcos de nuestra piel nos recuerdan mejor que nosotros mismos. Es la hora de comer e, igual de pícara, sigues jugando con la pajita mientras cabeceas para esquivar la cuchara.
Te arropo para que duermas la siesta antes de irme a la ventana a fumarme un cigarro; a veces olvido que el médico me lo tiene prohibido.
Sabía a soledad, pero también a paz. Aún guardaba una copia de las llaves y escaparse para volver a casa no era difícil. A las 9:28 a.m. se abría la verja para que entrara el camión con la colada limpia. Entró por la puerta: no se escuchaban gritos ni discusiones por la herencia, ni voces por el pasillo, ni enfermeras que la trataran como a una muñeca de trapo. Regó las plantas, se sirvió una copa de anís y se sentó a leer sin las gafas. Nadie la interrumpió. Traspuesta, acarició al gato. Aún no se lo habían llevado. En la mesa, la copia de los papeles de la residencia recién firmada. Se los llevó la brisa cuando cerró la puerta con llave por última vez.
Su esposa y su hermano ni la probarían. Preparó unos grandes filetes, patatas al horno y la lasaña como a Lucas le gustaba: con tres capas, bechamel casera y la hoja de laurel que siempre apartaba. Guardó el vino, hacía ocho meses que no bebía. Serían las primeras Navidades sin Luquita, pero eso no era motivo suficiente para que cenaran todos juntos, porque comer era una de las pequeñas buenas cosas que quedaban. A la mañana siguiente, sobre la mesa, el convite intacto y la lasaña fría y rígida. Por el suelo, varias botellas de vino vacías junto con la culpabilidad de aquel trágico accidente.
Esa noche volverían a cenar sin mirarse la cara. Ella presiente que el amor tiene los días contados, que no va a resistir muchas cenas más. Está harta del abocamiento a la hipnosis digital, de conversar lo estrictamente necesario y de llegar extenuada a un catre, día tras día, para pagar a duras penas el alquiler. Pero ese lunes de apagón apocalíptico no hubo plan, solo dos velas, dos latas de sardinas y 2666, de Bolaño, a media voz. Charlaron durante horas mientras, de fondo, la marejada nocturna se fundía con las sirenas de las ambulancias. Ese fue su kit de supervivencia.
«Aquí, en las pendientes, frente a la puesta del sol y la boca del tiempo, cerca de jardines desbordados de balas, hacemos lo que hacen los prisioneros, lo que hacen los desempleados: cultivamos la esperanza». Mahmud Darwish.
Me gusta mucho que durmamos todos juntos en la misma habitación. Bueno, todos, no. Falta mi hermano mayor, que se ha ido de viaje de estudios a Egipto. Lo llevó mi tío. Igual, para cuando vuelva, ya no hace falta que sigamos jugando.
Lo cierto es que no estamos mal desde que nos fuimos de casa. Echo de menos ir a la escuela y jugar con mis amigos en el recreo y que me pongan tareas nuevas. Pero ahora juego mucho con papá, sobre todo por las mañanas, cuando vamos a buscar la comida y mamá se queda con mi hermana pequeña en el campamento.
Los juegos comienzan siempre cuando dejamos atrás el campamento y subimos al monte en el que dejamos atrás nuestra última casa. Los que más me gustan son los de buscar paja para el burro, parece una tontería pero es superimportante porque está flaquito y a veces tenemos que parar a descansar bajo las piedras. También jugamos a escondernos de los soldados y nos tiramos al suelo. Pero el mejor juego de todos es el de los paquetes blancos, porque el premio siempre es comer comida rica. A veces tiene un poco de tierra, pero bueno… ¡Ah!, se me olvidaba, también me gusta cuando papá me da el teléfono roto que funciona para hablar con mi hermano que me puede escuchar pero a él no se le oye.
Oye, hermano, no tardes en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá. Nos vemos en Gaza.