En el margen literario

Un proyecto de escritura y de docencia.


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Ayuno intermitente

Supongo que algunos hábitos se heredan sin querer y sin remedio. Por eso mi padre besaba el pan cada mañana, en silencio. Lo habría aprendido por el suyo, que huyó dejando una casa cerrada, una mesa puesta y una hogaza enfriándose sola. Yo beso, en lugar de este pan de cartón, las mañanas en ayunas, con las ventanas abiertas, para que se oree este falso hogar y entre aquel mismo silencio, sin saber ya si lo busco para sobrevivir o para aprender a huir cuando llegue ese día que se parece a todos los días.

#Microrrelato


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Delito de autor

El policía se detuvo frente a él y, con un gesto, le pide que baje la ventanilla.

—¿Es consciente de las infracciones que acaba de cometer? —enumeró— Exceso de velocidad, conducción temeraria, poner en peligro a los viandantes… 

Lo miró unos segundos. 

—Sí, soy escritor —dijo.

Bájese del coche, está usted detenido.

El agente echó mano de su arma reglamentaria tan rápido como pudo, pero no fue lo suficientemente rápido…

#Microrrelato


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A propósito del ruido en las aulas

¿Por qué los seres humanos se empeñan en realizar algo a toda costa? ¿No estarían mucho mejor inmóviles en este mundo, gozando de una calma total? ¿Pero qué es lo que hay que realizar? ¿Por qué tantos esfuerzos y tanta ambición? El ser humano ha perdido el sentido del silencio.

Emile Cioran

Últimamente le doy vueltas al tema del ruido en las aulas. Hace poco más de un mes varios titulares inundaron la prensa: las instituciones europeas alertaban de un problema de disciplina en España y nos situaban como «el tercer país que más tiempo pierde por el ruido de clase».

No sé hasta qué punto se puede elaborar un ranking sobre algo así. En cualquier caso, alguna verdad encierra, y lo cierto es que yo, como docente, lo siento —o, mejor dicho, lo padezco—. Raro es el día que no es ruidoso, y raro es el día que no me culpo por ello. Pienso en que no impongo lo suficiente, que quizá sea demasiado anárquico en mis sesiones, que a veces les doy demasiada rienda suelta a los chavales… y que, en fin, tengo lo que me merezco. Hay rachas en las que acabo sobrepasado; entonces, pruebo estrategias: alzar la voz, guardar un silencio incómodo hasta que se callen, frenar al que insiste, recorrer el aula sin descanso… A veces nada basta y recurro al comodín que detesto: negativo, parte, apercibimiento… llámese como se quiera; no deja de ser un castigo. Es, en demasiadas ocasiones, la única llave que cierra la puerta del ruido. O te colocas en modo autoritario y frío, o estás perdido. Y vuelta a la culpa.

Pero hay días en los que no cedo ante ese sentimiento y me obligo a pensar el problema desde fuera: ¿cuándo empieza todo esto?, ¿le sucede a todos?, ¿en otras materias no necesitan silencio?, ¿se trabaja de algún modo?, ¿en los colegios se educa la quietud?

Me cuesta obtener respuestas a tales preguntas o, llego a la conclusión, de que en el sistema educativo no las voy a encontrar. Hacemos lo que podemos. ¿En qué situaciones sociales los chicos tienen la necesidad de estar en silencio? Quizá en pocas, por no decir ninguna. Pocos deben ir al cine. ¿Y en los hogares?, ¿qué ocurre ahí?, ¿los padres y las madres tienen la necesidad de que los niños guarden silencio? Quizá no. ¿Cómo van a guardar silencio niños cuyos padres no tienen la necesidad de que estén en silencio? Si yo tengo hijos y quiero leer en casa, necesitaré silencio, y ahí me veré en la obligación de enseñarle cómo se guarda. No por disciplina, sino por convivencia. ¿Se lee en los hogares?

El panorama es, a veces, desolador: alumnos que no son conscientes de que no pueden hablar mientras el profesor explica —o, peor aún, que no deberían hacerlo con una voz más alta que la suya—; alumnos que no conocen el turno de palabra y se pisan unos a otros como si la conversación fuera un territorio que hay que conquistar a gritos. Todavía hay algo más triste: alumnos que sí saben guardar silencio y que deben soportar los estragos de quienes simplemente no quieren guardarlo.

Al final, el ruido en las aulas es solo el síntoma. Lo que de verdad inquieta es comprobar hasta qué punto el silencio ha dejado de formar parte de nuestra vida cotidiana. No se enseña porque casi nadie lo practica. Vivimos sobreestimulados: la luz de las pantallas encendidas a todas horas, los ruidos que se solapan, los dispositivos que compiten dentro de una misma habitación, la música que ya no acompaña sino que ocupa, esa necesidad de un fondo sonoro para no sentirnos solos, el jolgorio permanente de la calle. En ese paisaje, pedir silencio a un alumno es casi pedirle que respire de un modo que no conoce. Y, sin embargo, es justo lo que más necesita aprender.

Quizá el verdadero problema no sea el ruido en sí, sino que hemos olvidado que el silencio también se educa. No aparece solo: se siembra, se acompaña y, con suerte, se contagia. Pero para que ocurra hace falta una comunidad que lo valore. El silencio también es una voz, ojalá la escuela volviera a escucharla.


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Mudas nuevas

En la goma de sus calzoncillos se notaba que iba de estreno. Cada vez que salimos con la ambulancia y atendemos a un atropellado recuerdo a mi abuela: “Lleva siempre mudas nuevas porque nunca sabes cuándo vas a acabar en el hospital”. Repetía que no llamáramos a nadie y escondía la mano bajo el muslo. Me agaché para atenderlo y ya solo recuerdo que caí al suelo ensangrentado y su imagen huyendo de espaldas. Pude apreciar la alarma antirrobos en sus calzoncillos y su cartera con un fajo de billetes, sin la foto de su abuela. Recordé que al trabajo siempre llevo calzoncillos viejos.

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Propósito de abandono poético

El poema que él nunca terminó lo dejó a medias el último día del año. Se propuso dejar de fumar, apuntarse al gimnasio y dejar de beber. Nunca lo volví a ver. Supongo que la sobriedad lo mató. Siempre decía que la inspiración olía a tabaco y a vino barato, y que los poemas buenos solo se escriben con resaca. A veces pienso que, si hubiera seguido bebiendo, al menos habría terminado el maldito verso. En cambio, eligió salvarse. Y ya se sabe: nadie escribe nada decente después de salvarse.

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Óstraka


Cuando encienda el volcán, según el oráculo, será el momento de partir: huir no debe cambiarnos el destino, solo aplazarlo. He sido condenado al ostracismo, dicen que mi palabra enciende lo que toca. Estoy al pie del monte mientras la ciudad duerme y el mar brilla como una salida tramposa. No sé qué camino elegir. A mi lado, ella apenas respira; me sigue sin fuerzas, sin preguntas. Quizás fueron las ruinas que dejé atrás. Por eso no temo al fuego, sino a las cenizas. Si el destino lo quiere, seremos jarrón, recuerdo, figura inmóvil entre la lava. Es hora de que tiemble el suelo.

#Microrrelato


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El reconocimiento

No los puedo dejar tirados si quiero que el fuego brille en la noche, y menos en la más importante del año, la Sagrada Caza. De ella depende el futuro de la tribu.
Ahí fuera el mal acecha: los otros, las bestias. Sé que si enciendo el fuego en lo alto de la colina podré ayudarlos.
Cuando acerco la antorcha comprendo que no temo a las bestias, sino a lo que verán en mis ojos cuando me reconozcan.


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Juan Rulfo: El desafío de la creación

Inauguro nueva sección en el blog. Creo que es tan importante hablar de literatura como de cómo se crea. En ella dedicaré un espacio a qué dicen otros autores de la creación y comentaré obras y manuales dedicados a la creatividad literaria.

Para inaugurar este espacio que mejor autor que el creador de Comala, el pueblo en el que a todos se nos ha quedado algo, probablemente de vida, tras su lectura. Vamos a rescatar un texto suyo con un valor excepcional —pues fue un hombre que escribió lo imprescindible acerca de todo—, basado en una conferencia. Apareció publicado por primera vez en la Revista de la Universidad de México (vol. XXV), en octubre-noviembre de 1980.

Rulfo, en su condición de escritor, afirma tener unos inicios alejados del oficio de narrar. En en el entorno en el que creció, los hombres contaban las historias justas. No parece ser una «conditio sine qua non» para convertirse en un maestro del oficio viendo su obra, que ha dejado una profunda huella en la literatura universal. Lo de narrar tiene más que ver con, en primer lugar, mentir. Según afirma, todo escritor es un gran fabulador, necesita mentir para recrear el mundo.

Mentir, puede parecer complicado, sin embargo, para él, se trata de algo simple (en apariencia): crea un personaje, crea un ambiente para ese personaje y dale una forma de hablar a ese personaje. Una vez realizada esa labor, basta con ponerse a escribir, sin esperar que venga nada ni nadie más.

yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.

Juan Rulfo.

Para Rulfo son tres los pilares de la escritura: imaginación, intuición y uno de los tres grandes temas: amor, vida y muerta. La labor que hay que realizar fundamentalmente es la de ponerle límites. La imaginación es la capacidad que tenemos para crear ideas y solo en variantes podríamos pasarnos media vida acerca de cómo podrían suceder los fenómenos. Una vez la ponemos a trabajar, ahí es donde entraría el otro pilar, la intuición, esto es, saber cuál es la opción correcta. Esto, claro, es lo más difícil. Nuestra intuición podría ser una mierda, pero esto tiene una solución. Lo primero que hay que hacer es confiar en ella. No nos queda más remedio. Lo segundo, agudizarla a base de ensayo y error —y lecturas, muchas lecturas, trabajadas en clave de creación—. No hay mucho más.

Con respecto a los tres grandes temas, Rulfo nos dice que lo más importante es el tratamiento. Añado por mi parte que, como es lógico, no vamos a ser capaces de decir nada que no se haya dicho. Pero sí que podemos darle un tratamiento único: pensar y escribir hasta dar con una historia genuina. Todo esto, claro, complementados con cientos de lecturas y miles de historias que nos ayuden a crear la nuestras y a saber quiénes somos y por qué queremos contar esa historia que está dentro queriendo salir y no sabemos por qué.

En resumen, para Rulfo:

La literatura es invención: El escritor imagina, no reproduce; es un mentiroso que transforma la realidad.

Tres pilares del relato: Crear un personaje, su ambiente y su forma de hablar.

No cree en la inspiración: Escribir es trabajo, llenar páginas hasta que surge algo vivo.

El personaje guía el relato: Cuando adquiere vida, arrastra al escritor por caminos desconocidos.

La imaginación debe cerrarse: Es infinita, pero debe encontrar un cauce, una salida.

La intuición tiene un papel clave: Conduce a escribir cosas que no han sucedido pero que cobran sentido.

La literatura no es reportaje: Aunque parezca verdad, no pretende ser historia factual.

Escribir es un acto solitario: No concibe la creación literaria como algo colectivo.

Solo hay tres grandes temas: Amor, vida y muerte. La diferencia está en el tratamiento.

La forma es lo que da vida al fondo: El modo de contar es lo que atrapa al lector.

El libro publicado ya no pertenece al autor: La obsesión desaparece al concretarse el texto; antes, lo ronda.


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Dirty Martini

Por primera vez, lo ama, o eso creyó al observarlo bañándose en la piscina. Cierto es que tampoco tuvo nunca la intención de hacerlo, ni cuando dejó de ser ese indiscutible mediocre gracias al éxito de esa empresa de relojes con calculadora y correa de piel de imitación. Ni cuando le dio un hogar, ni cuando formaron una familia… nada, no soportaba esa barriga peluda, ni ese felpudo bajo la nariz ni sus rones con hielo.

Tampoco llegó el amor con ese adosado con piscina, ni con las joyas, ni con los vestidos, ni con las vacaciones, ni con los coches caros, ni con las clases de pádel… nada comparable a cuando por fin vio su cuerpo boca abajo flotando en la piscina mientras tomaba un garnish.
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Cabeza de carrera

El hombre lobo más orgulloso de la provincia había llegado a la final de la primera edición televisada del Concurso Nacional de Ferocidad que se celebraba en la capital licántropa.

Su altivo morro le impedía oler el rastro de sus lupulosos contrincantes. Divisaba ya la recta final en la falda del monte: «Esas modelos barbudas se van a quedar prendadas de mis amarillentos y babosos colmillos», se decía, mientras se imaginaba en el podio.

En riguroso directo, en el recién inaugurado Salón del Ministerio Feral, con él como ganador, el trofeo es disecado por el mejor taxidermista del país para que su cabeza lo adorne.

#Microrrelato